Aquellos que se dirigen sin rumbo, difícilmente encuentren su destino.
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Sin destino, no hay rumbo; sin rumbo, no hay camino; y la única forma de que esto sea lo adecuado, es que sea así por decisión, por planificación.
Si lo cotidiano te sorprende sobre la marcha, significa que no estás del todo preparado. Si lo extraordinario te sorprende, significa que no estás del todo preparado. Una buena planificación contempla el manejo de eventualidades, por más extraordinarias, poco probables, absurdas que sean. Al fin y al cabo, si se complican las cosas, saber que hacer, como reaccionar, resulta imprescindible.
Si el camino es largo, dividilo en tramos. Si el camino es difícil, hay que transitarlo lo más rápido que se pueda. Si el camino es fácil, disfrutalo. Si el camino no existe, crealo.
Bajo ningún concepto se deben acelerar o demorar de más los tiempos, salvo que estemos seguros de las ventajas que esto representa. Cada cosa tiene su tiempo. Si una acción se prolonga demasiado en el tiempo, a la larga puede generar desmotivación, perdida de recursos e incluso incertidumbre, lo cual es un riesgo que no vale la pena correr.
La diferencia entre no tener un plan y tenerlo es abismal, la diferencia entre tener un plan mediocre y plan excelente son los detalles. Escatimar recursos en la planificación es equivalente a cavar la propia tumba. Un proyecto sin planificación denota mezquindad.
Una buena planificación asegura cosas desde el inicio:
- Llegar a destino, en caso de que realmente se pueda.
- Evitar iniciar el camino, si no estamos preparados.
Una buena planificación requiere de disciplina y de una buena implementación.
Por último, no necesariamente un buen planificador es un buen implementador.
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